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La editorial Bartleby que he descubierto su obra como debe ser: en toda su plenitud, bien organizada y dispuesta cronológicamente 04/07/2011Publicado en La biblioteca imaginaria



Después de que un gran poeta desaparece, siempre hay alguien que descubre lo muy cerca que se encontraba éste, a la vuelta de la esquina prácticamente. Nos resulta incluso extraño que en sus versos aparezcan los hitos urbanos que frecuentamos en nuestro día a día. Ese alguien hoy por hoy, y por poner un solo caso, soy yo mismo. Aunque el nombre de Javier Egea no me resultaba nada extraño, ha sido gracias a la editorial Bartleby que he descubierto su obra como debe ser: en toda su plenitud, bien organizada y dispuesta cronológicamente. Lo que más llama la atención de Egea… Bueno, en realidad llaman la atención bastantes cosas. Para empezar diré que su primera jugada fuerte es precisamente su primer libro, lo que me parece inaudito. Es un poemario clásico de sonetos casi garcilasianos, muy conseguidos. ¿Quién no se avergüenza de los desatinos de su primera obra? Sin embargo, el poeta granadino empezó con muy buen pie. Me sorprende descubrir de qué fuentes literarias bebía este poeta de voz personalísima. Encontramos en sus poemas referencias de, entre otros, Becquer, Luis Cernuda, Miguel Hernández y García Lorca, también granadino. Pero la Granada de Egea es mucho más profunda que la de Lorca, y perdón si levanto ampollas con esta –pudiera ser- gratuita afirmación. Yo lo veo así: si Fernando Pessoa acabó siendo el Supra-Camoens que él mismo vaticinaba, Egea es un Supra-Lorca. Sobre todo es un poeta (y ahora me explico como yo quería) de mayor calado que sus propios maestros. No tenemos más que leer el largo y precioso poema que da título a su libro “Paseo de los Tristes”. Esta pieza es un recorrido sentimental y metafísico por la ciudad, un recorrido de la desesperación lejos de tipismos y de lugares comunes, y lejos también (malgré nous) de la reconocida belleza de la ciudad. Comienza en la antigua estación de tren y termina en el evocador paseo granadino que lleva ese nombre. Es un largo y tortuoso recorrido poético a ritmo de “Requiem” de Fauré.

¿Encontraremos en un futuro no muy lejano propuestas institucionales de explotar nuevas rutas granadinas a partir de los poemas de Javier Egea? No sería de extrañar. El poeta se encuentra ahora (es decir, no él sino su fama) en un momento de homenaje y redescubrimiento, si es que puede volverse a descubrir algo que realmente no se descubrió. Que personas como yo escriban ahora sobre él es la prueba de ello, pero me excusaré diciendo que yo no escribo para los que le conocen o conocieron, sino para los muchos que no han oído hablar de él siquiera. Este revuelo necrofílico del que hablo ha llegado tan lejos que incluso se oyen comentarios nada halagadores sobre los intentos recopilatorios o laudatorios de su poesía, cuando ahora no está de más ni de menos sacar a relucir hasta el más arrugado, recóndito e insignificante de sus manuscritos. La tarea totalizadora que ha llevado a cabo Bartleby me parece de lo más encomiable, lejos del vampirismo que suele generarse alrededor de un poeta desaparecido. El volumen presente recoge únicamente los libros de poesía publicados; esperamos con ilusión la segunda entrega, que se encargará de las plaquettes y los inéditos del autor. El prólogo de Manuel Rico, fecundo en interpretaciones poéticas, es de los pocos que deberían leerse sin ese capotazo con que solemos irnos directamente a los textos literarios, prescindiendo del aparato crítico. Manuel Rico hace mucho hincapié (y no le falta razón) en la originalidad del poemario “Raro de luna”, donde se unen un inverosímil preciosismo con la poesía más experimental y el ritmo más desenfrenado. Encontramos en él algo del surrealismo lorquiano de “Poeta en Nueva York”.

“Al entrar
siete por siete pozos por siete olas por siete labios despoblados
y a las charnelas
a su desvencijado saludo
respondo siempre habito este palacio
por los reinos del frío del frío
voy a las grutas del 2.º B
nadie con esa llave
nadie con esos ojos al entrar
siete por siete mares por siete soledades”


¿Fue ese maelstrom el que le llevó al suicidio? Porque Javier Egea se nos fue como se han ido muchos otros. Tampoco estaba antes, ha llegado a decir alguno muy acertadamente. Lo que me recuerda que no he hablado nada de su persona. Quizás sea la hagiografía lo menos importante, pero vivimos un panorama literario donde solo lo escrito no parece suficiente. Activista en los últimos años de la Dictadura de Franco y en la llamada Transición, Egea pareció experimentar con el tiempo la muerte iterativa de quienes vivieron esos momentos. “He muerto muchas veces. Mi vida es una muerte acostumbrada... Una vez que te conviertes en practicante de la muerte diaria creo que nos debería asustar bastante poco la otra”, son sus propias palabras. Al poeta siempre se le recordará por su relación con “La otra sentimentalidad” o poesía de la experiencia, que viene a ser lo mismo. Lo que ahora llaman, en un juego de palabras fácil y socarrón pero acertado, “Psoesía”. Es un lechuzo que siempre le va a caer cada vez que se hable de él. Lo cierto es que con el tiempo tanto en poesía como en persona se fue alejando de su supuesta generación, hasta el punto de encontrar estas palabras en su delator diario de 1993, donde se declara estar “cada día más lejos de esa sociedad literaria traspasada de intereses particulares. Tenían un discurso que recoge una concepción cíclica del tiempo, que ya es reaccionaria: parece que les hubiera entrado a todos una vejez prematura. No quiero saber nada de eso. Pero lo que más me jode es el intento (había entre el público muchos alumnos) de una poética de “señores profesores” que me toca las pelotas. La ideología burguesa sigue haciendo estragos en las mejores cabezas. ¿Perdidos para siempre?” Vemos cómo el poeta escogió su propio camino lleno de espinas. Para algunos el suicidio de 1999 fue el final de ese camino. Para mí está muy claro: se hace camino al escribir. La genialidad de Egea se trasluce incluso en las entrevistas que le hicieron, pero todo, absolutamente todo, está recogido en su obra poética. Aunque muerto, creo que vive de alguna forma proponiéndole al lector un juego tramposo. El lector encuentra facilidad en lo que lee. Un fruto ya maduro nos hace olvidar el lento proceso de madurez. El escritor, por su parte, supo afilar su cálamo como nadie.

JOSÉ LEANDRO AYLLÓN

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