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El sabor de las vocales 21/05/2011Publicado en ABC Cultural



Los primeros poemas de Robert Duncan (1919-1988) no permiten entrever el posterior desarrollo de su obra, pero sí algunos de sus temas y, sobre todo, su conflicto vital, que Marta López-Luaces describe y explica en un prólogo tan completo como cuidada -y rítmicamente perfecta- es su excelente traducción. La soledad del ser humano frente al «inmóvil / universo intacto de Dios», las dificultades del amor y las incumplidas promesas de la carne están en la base de una escritura que, iniciada en 1939, empieza a modularse a comienzos de los años cincuenta, con su libro Escenas medievales, en el que él mismo llama «música prohibida» y practica una interesante mezcla del pastiche y del collage.

En El libro de Las semejanzas (1950-1953) su poética cambia: modifica las técnicas de las vanguardias históricas del XX -sobre todo, las de los modernistas angloamericanos- y las enriquece con su obsesión por «los límites del sentido» y una interesante reflexión poética, según la cual «los signos son una baraja con sus múltiples yuxtaposiciones». EI tema de estos poemas en prosa son los usos y valores de las palabras y las cosas y, en concreto, «la reversión de la cosa desde su valor».

En Escribir la escritura (1952-1953) da un giro hacia lo metapoético, entendido como «un soliloquio de silencios audibles», y en Cartas (1953-1956) va todavía más allá: busca «el sabor de las vocales» y «las entrañas del significado». Pero en La apertura del campo (1960) introduce una modificación: escribir le parece «una búsqueda de obediencia » y, por ello, una vuelta hacia el origen, que le hace repasar toda la tradición.

El otro yo de Zeus
Este cambio lo aproxima a un muy personal culturalismo, distinto del de Eliot y el de Pound, con los que entronca, y más próximo al de Hilda Doolittle y Kenneth Rexroth, con una presencia de la plástica, como también la hay en el primer Wallace Stevens, y un trabajo del lenguaje en la línea de William Carlos Williams, que desarrolla aspectos métricos señalados por
Edgar Allan Poe.

Este Duncan central -el de los libros publicados en la década de los sesenta- es el más innovador y también el más clásico, con citas en griego de Hesíodo. Alusiones a Píndaro y un tejido mental que une a los gnósticos con Böhme, Blake y Buber, y en el que se define a Dionisos como «el Segundo yo de Zeus». Duncan crea con todo ello un mitologema muy bien articulado y sin fisuras en el que todo encuentra su exacto lugar y en el que las religiones son vistas como si fueran alfabetos.

Mediodía visual

En los años ochenta su poesía se vuelve mucho más política: no es que no lo fuera antes, pero ahora lo es de otro modo y con mayor intensidad, al no quedar su protesta limitada a los temas del cuerpo, sino extenderse también a los de la ideología. Lo que hace de él una especie de segundo Walt Whitman y, de su voz, la conciencia de Estados Unidos.

Uno de sus mejores poemas, «La canción de Aquiles», pertenece a esta época, como también pertenece a ella «Todo me habla», de Études de Dante, donde tematiza «el sonido de un tono / sin ningún compromiso con la escala». Cercano aquí a Charles Olson, su poesía se sitúa más allá del habla: en un «mediodía visual», alimentado por su relación con el pintor Jess Collins: los poemas tienen, todos, estructura perfecta y un dinamismo que activa y aumenta  dicha perfección, que puede ser vista tanto como oída y que es, a su manera, arte total. Y eso se acentúa aún más en lo que es su movimiento último -el de Los cimientos II: la oscuridad (1987)-, en el que un poema como «Los centinelas» -y, en concreto, los primeros diez versos- da cuenta de la extrema y precisa concisión expresiva alcanzada en su madurez.

La yuxtaposición, que era la columna vertebral de su sintaxis, aquí se multiplica; las imágenes oníricas y los efectos ópticos, también. Y las figuras recordadas aparecen silenciosas «como una fotografía de familia». Todo adquiere aspecto fantasmal. Y si, al principio, se sintió interesado por la pintura de Piero di Cosimo, en esta última etapa hay partes que parecen una ecfrasis de Nymphéas, de Claude Monet.

La faceta de poeta maldito, que Duncan tanto cultivó, no es la única que define su obra: hay en ella otros aspectos no menos significativos, como el político, el lingüístico y el intelectual. En todos ellos Duncan fue heterodoxo, pero en el último alcanzó la condición de clásico de la segunda mitad del siglo XX, que es la que, por méritos propios, le corresponde.

JAIME SILES

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