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Retumbó la voz de Javier Egea. Bartleby rompe el silencio decretado sobre su incómoda obra al publicar la “Poesía Completa” 02/05/2011Publicado en Revista Digital Ojosdepapel



El Volumen I de la “Poesía Completa” de Javier Egea (1), el poeta granadino cuya obra ha permanecido oculta durante un cuarto de siglo, silenciada en gran parte por quienes fueran sus compañeros de grupo —La otra sentimentalidad, travestida más adelante en poesía no compleja, ”figurativa”— ha supuesto un cañonazo disparado por los sagaces editores de Bartleby, retumbando al aire nunca demasiado tranquilo y desmedidamente presuntuoso de los vencedores actuales y reales de la continua, absurda y sangrienta guerra extraliteraria que asuela periódicamente la poesía española. Con ello se reafirman de nuevo las amargas palabras de Luis Cernuda al citar a Larra en un artículo de 1962 (2), consagrado a reivindicar la obra de Miguel Altolaguirre.

”En España todavía hoy escribir es llorar, —repetía el gran marginado al glosar el ocultamiento del poeta que fuera uno de sus más leales amigos—, porque el renombre, y por tanto la oportunidad de ser leído, de un poeta, está basado tan sólo en su actualidad”… ¿Por qué? “Porque en España, las reputaciones literarias han de formarse entre gente que, desde hace siglos, no tiene ni sensibilidad ni juicio, donde no hay espíritu crítico ni crítica y donde, por lo tanto, la reputación de un escritor no descansa sobre una valoración objetiva de su obra”. La sentencia de Luis Cernuda, vigente por desgracia, es a mi juicio base imprescindible para un intento de abordar con solvencia los desafíos que afronta de modo continuo la poesía que escribimos en España.

Y sin embargo, la cruel historia que se preparan ustedes a conocer en la lectura de la obra completa de Javier Egea, que comprende desde su primer libro Serena voz del viento (1974), hasta Raro de luna, el último publicado poco antes de su automarginación definitiva en forma de suicidio en 1999, no es sino consecuencia del reparto de los despojos de las vestiduras de la poesía que de modo nada evangélico han realizado una vez más contemporáneamente algunos jefes de centuria, entre editores y poetas, ansiosos de la ganancia que podía deparar el advenimiento de la “buena nueva” que anunciaba ingenuamente el ansiado fin de la dictadura y el inicio de una placentera epifanía apoyada en la ahora llamada “Transacción” —de modo evidentemente irónico, pero con visos de realidad.

A la ira ciudadana actual debida a la descomposición política, económica y social en los modos democráticos adquiridos desde que se restañaran los restos del río de sangre vertido hará ya tres cuartos de siglo, se une el deseo por parte de algunos intelectuales responsables, como Manuel Rico y Pepo Paz en este caso, de desenmascarar el entierro voluntario de parte de una herencia poética que aparece imbuida no sólo del espíritu de sus padres más activos y evidentes —tanto trasterrados como enterrados en vida en la península—, a la par que los verdaderos protagonistas de la poesía más comprometida en los años transcurridos desde aquella fallida, ingenua promesa, de “explosión literaria” tras el franquismo. Como si el talento dependiera de los votos y los miles de carreras y concursos de belleza entre poetas organizados por los ayuntamientos, instituciones y/o elegantes mecenas especuladores, que deseando lucir la cosmética del jazmín de la poesía, han contado con jurados parciales de escritores, unidos a algunos espurios elementos editoriales “con voz pero sin voto”, pero encargados de recaudar los denarios localizados a través de sus agudos visores.

Tras quienes gozaron del dudoso privilegio de haber nacido unos pocos años antes de la contienda y que formaron su propia “generación”, luego desfilaron los exquisitos venecianos con interesadas ayudas para que distrajeran de todo compromiso excesivo; después llegaron los neosentimentales, místicos, malditos, filósofos, silenciosos, figurativos y demás “tendencias”; entre ellos, quienes recuperando las voces que sembró Gramsci desde sus cenizas, se entregaban a ampliar el espectro progresista de la poesía española sin residuos epigonales y con voz propia, renovada. Sería demasiado tedioso para el lector enumerar aquí el canon de los eminentes maestros apartados del camino por no prestar la debida obediencia a los partidos supervivientes del desastre de los años treinta, y lamentable olvidar algún mérito en tan breve texto como el presente entre aquellos que se empeñaron, sacando fuerzas de flaqueza y jugándose libertad y patrimonio, en contar en verso la historia verdadera de aquella longa noite de pedra con la voz insobornable que suelda la poesía con la realidad.

Muchos viven la misma suerte que debía padecer más adelante Egea (3), mientras los más listos crecen, se multiplican, se ramifican desde el grupo formado en un coqueto Corleone alpujarreño de comunistas recién bautizados y bien dispuestos para halagar y servir al poder como guardias de corps en la propaganda electoral; para ello se dejan acompañar por falangistas enmascarados, neofranquistas aznareños, bodegueros felipistas y hasta algún legionario de Cristo a quien el Opus Dei pareciera demasiado liberal; sujetos todos a la ley de la omertá en el secreto de la cueva de Alí Babá, cuentan con sus propios guardianes de la ortodoxia familiar. ¿Cuál será tal ortodoxia que comienzan a ejercer de modo fundamentalista unos elementos de procedencia tan diversa? ¿Qué los une?: Es el propio poder, aquel que corrompe hasta el lenguaje, heredado del paternalismo cultural franquista —“con los ascensores funcionando”—, como tantas otras cosas que no han podido o querido cambiar. De todo ello es testimonio ejemplar la historia del poeta Egea, que entra ahora de pleno en los anales de lo que dimos en llamar genéricamente “la democracia”. Historia que ha narrado de modo más documentado, sutil, objetivo y discreto que el mío el crítico, novelista y poeta Manuel Rico, suministrando las claves necesarias en un texto que abre la edición preparada por José Luis Alcántara y Juan Antonio Hernández García, eficaz y sin concesión alguna.

Dotado Egea de una voz no peor que quienes le acompañaron en la fundación de aquella “La otra sentimentalidad” (4), su sonido y sentido sonará ahora singularmente “nueva” para miles de lectores españoles, dejando en la conciencia agria de sus censores el poso de las estúpidas razones aducidas para justificar una marginación de tantos años, basadas —a tenor de lo publicado— en el alcoholismo, depresión y en todo aquello que pudiera llevar a los espíritus filisteos a condenar la “mala vida” nocturna, el sexo siempre dolorido en su oscuro enigma que sin embargo constituye el patrimonio de tantos poetas —hayan decidido o no morir antes de tiempo. ¿De qué o de quiénes, de qué buena o mala entraña depende decidir en grupo el acoso de otro “de los nuestros”?, ¿Hubiese resultado más cómodo tal vez para sus supuestos amigos dejarlo pudrirse en un manicomio y sacarlo de paseo de vez en cuando para exhibirlo como un maldito mono sabio escribidor de poemas, como sucede en otros casos? ¿O quizá aguardar una buena mañana al levantamiento de su cadáver sobre los adoquines húmedos, para llenar después de rosas y botellas de coñac su estela de polvo blanco, como en la tumba de Poe pero en el Paseo de los tristes?

Empédocles, el más famoso de los primeros pensadores suicidas, quizá se arrojó a las llamas del Etna para comprobar personalmente si en lo hondo del abismo nacían las raíces del odio y el amor que hacen vibrar los cuatro elementos que dan forma a las contradicciones de la materia, al hacerse humana. Se arrojó a las llamas —filósofo y poeta por entero, capaz de dar su vida por el pensamiento puro, haciendo buena una recurrente metáfora poética. Otras y otros se ejecutaron en las aguas del Pacífico, en las del río Ouse o en las del Sena; tragándose una bala de plomo, bailando del cabo de una cuerda en el vacío o pudriendo su privilegiado cerebro en los aires ulcerados de la química o el opio. Cientos de poetas viven y trabajan, felices o no, actualmente en España. Y con mejor o peor suerte, unos deciden matarse y otros no; también con mejores o peores contactos sociales —como advertía Luis Cernuda— y para suerte suya, pueden medrar junto a pequeños editores honestos que saben reconocer una obra rigurosa, bella y original que pueda proporcionar unos momentos de felicidad al lector de poesía, arriesgándose a publicarla.

El suicidio de un poeta, además, suele “vender”, como también ha pensado no hace mucho un joven escritor deseoso de notoriedad que se ha atrevido a publicar una “Antología de Poetas suicidas” o algo así, de la que ustedes me dispensarán facilitar referencias. Muchos de ellos tendrían derecho a acceder a peldaños más altos, que sólo pueden consistir en allegar más y más lectores, no en acumular premios que sin embargo son los únicos que ayudan en este país de gregarios a ser más leído y apreciado socialmente. Si existiera por el contrario en la parte oriental de la Península que nos ha tocado en suerte, una sociedad de lectores verdaderos la suerte de un escritor dependería tan sólo del juicio decisorio de esos lectores de poesía que compran y leen libros pagando de su bolsillo (5), sin depender del apoyo de una u otra secta cuyas presiones pueden resultar letales para determinados caracteres.

Se suicida aquél para quien la vida ya no merece ser vivida, como recuerda Albert Camus abriendo su Mito de Sísifo. Sus razones últimas permanecen para siempre en el secreto. Por muchas claves que creamos adivinar, nosotros sólo podremos “suponer”. A la voz de Egea debemos dirigirnos pues por tanto para no especular indagando en el testimonio vital legado por sus versos, esos “amigos verdaderos que componen el pequeño pueblo en armas de la poesía”, como manifestó en su primer soneto, inédito hasta figurar testimonialmente en el manifiesto de “La otra sentimentalidad”, ya que fue escrito para tal ocasión influido por el poema Eternidades de Juan Ramón según atestigua Manuel Rico. (“Poética” es su título, y a mi modo ver aparece también determinado por la lectura de un verso emblemático de Celaya, uno de sus poetas de cabecera de la época).

El ejercicio de la poesía no trata de cambiar el mundo, ni siquiera de entenderlo; intenta construirlo, desde sus desechos no rentables, para uso tanto privado como colectivo. Sirve para cantar y contar angustias, o celebrar gozos empuñando la palabra y la música en versos verdaderos encarrilados a la busca de la belleza, ese lugar que nunca llegan a conocer los cobardes. Sirve para sentir ese mundo distinto construido con música, palabras y emociones; para notar cómo palpita al compás del latido de nuestra propia sangre: Así lo creía Javier Egea y esa fue la intención de la poesía que pudo escribir a lo largo de sus siete libros publicados. Su obra aparece embriagada en la fiebre del amor por la humanidad y la justicia, en una búsqueda agónica de razones para vivir y entregarse con el ímpetu de la palabra justa, medida y adecuada para preñar el corazón del otro, precisamente en un mundo del que él ya sabe con certeza que “No No era este el lugar”. Ya pisa en el territorio de la muerte presentida, que no va a tardar.

Hay que salir de aquí
hacia otra tierra
para volver un día con el agua en la frente
con el fuego en las manos,
con el grito en las alas.


Dice sin embargo su principal exégeta que este poema, “Ciudad del asedio” en que la protagonista es la alondra, podría ser “la metáfora de un tiempo mítico —¿la Segunda República?— en que el sujeto poético constata la dificultad que supone construir el futuro liberador con el que sueña”. Egea, con su lenguaje audaz siempre dispuesto a modificar los puntos de fuga individuales sobre el mundo para unificar todo aquello capaz de ser compartido: incluido el amor, por muy diferente y difícil que pudiera resultar su práctica, como “pronta agonía”, con “sangre por las palabras” y “al filo del puñal”. Sin embargo, no todos en su grupo, se deciden a asumir con la misma entrega la ideología y los términos teóricos y expresivos del materialismo (“Materialismo eres tú”, se titula uno de los poemas del libro Paseo de los tristes) que siente, estudia y asimila este poeta cuyos orígenes sociales no “debían” llevarlo a tal camino.

Pronto parece estar claro que tampoco el grupo primigenio era su lugar. Como un día nos recordaba a todos Valente y trae ahora a cuento Manuel Rico, “donde acaba el grupo comienza el poeta”. Y Egea afinca sus raíces en la única tierra firme en la que cree y sobre la que merece la pena asentar el arte y su propia vida, una misma cosa: “una suerte de marxismo heterodoxo en el que caben el irracionalismo y la realidad de los sueños sobre un hilo conductor reconocible, de origen realista”, como comenta el crítico Manuel Rico, añadiendo que Egea fue tal vez el único poeta de su generación que asumió sin complejos la terminología del marxismo hasta trasladarla al poema y darle una dimensión nueva. Es en efecto su obra poética la que regresa ahora como alondra hasta nosotros, para ser ungida con el agua en la frente, el fuego y el grito prendidos en las manos y en las alas en pos del sueño liberador. Y bienvenida sea. Es la diosa razón, sí, consagrada por la Revolución francesa y asumida por entero en el ideario republicano , pero la razón creadora, tal como la concebiría María Zambrano, razón utópica ofrecida por esa maestra del pensamiento poético, y “revelada” entre los claros del bosque de las ideologías. Palpitaciones todas de una impaciencia en la esperanza congénita, que hacen de la vida un continuo “anhelar, esperar, querer”.

Con su elección de compromiso consuma el alejamiento de la estética oportunista que ha comenzado a practicar el núcleo rector del grupo, en alianza con los mismos editores malsines que se benefician largamente de las subvenciones que la égira felipista les concede, ansiosa de bendiciones y medallas culturalistas que adornen otras desviaciones más graves. Egea escribe ya “una poesía distinta, total, poliédrica, intimista y civil a la vez”, que carece ya de todo tipo de conexión con los poetas que nacieron a la vida literaria junto a él. La publicación de Troppo mare y Raro de luna confirman la ruptura definitiva, aunque ya a lo largo de los veinte años precedentes su obra había permanecido ausente de toda antología o censo de poetas en ámbitos locales o nacionales, controlados prácticamente en su totalidad por los que ya eran amos de la cancha como poetas “figurativos”—uno de los oxímoron más pintorescos que haya dado la historia de la literatura española.

y yo desnudo aquí y en público sangrando
como si nunca nada me hubiera sucedido.

Hoy sólo sé que existo y amanece.


Desnudo y solo vive Egea en el poema “Leer el Capital”, conmemorando el libro de Althusser que constituyó la biblia de todos los jóvenes antifranquistas de los años sesenta y setenta. Althusser en su teoría política, la que bebe Egea ávidamente, concibe el poder del capitalismo como una combinación de sus aparatos represivos, Estado, Ejército, Policía… añadidos a sus aparatos ideológicos representados por la escuela, la Iglesia, la prensa, los partidos políticos, etcétera. Algo que todos los españoles de la época sabían ya de memoria por experiencia propia y estaban dispuestos a olvidar. Mas Egea sigue convencido de que todo ello existe todavía, a pesar de un pacto constitucional apoyado con bayonetas en los riñones. Y por lo tanto, también constata que no amanece y que se ve obligado a existir en ese raro magma, “a boca de parir”.

Althusser asesinó a su mujer Héléne Rytman el año 80 en el pico de una crisis depresiva de la que se acusó moralmente a su psicoanalista y colaborador en tareas de pensamiento Jacques Lacan —que había definido el suicidio como “el único acto humano que tiene éxito sin ningún fallo”—, a quien también admiraba nuestro poeta y a quien el filósofo llamaba “El Góngora del psicoanálisis”. La derecha asoció de inmediato marxismo y crimen (el suicidio de Nicos Poulantzas en el 79 tampoco ayudó) (6). En España, por la misma época sucedía que en el IX Congreso del PCE (1979) Santiago Carrillo, en contra de las corrientes mayoritarias del PCE, convirtió el viejo Partido revolucionario en una organización socialdemócrata al disolver su sistema celular y sectorial con su decreto de territorialización, bien que forzado por las circunstancias del pacto de la “Transición” anteriormente citadas, hasta que en 1982, el PSOE que desde el comienzo de la democracia en España se había presentado a las elecciones como un partido marxista proclamándose como primera fuerza de oposición en el gobierno, abandona asimismo su ideología fundacional ante la amenaza de dimisión de Felipe González. Paralelamente, el ensueño europeo comienza a diluirse en el ácido de las doctrinas de Milton Friedman, adoptadas y ejecutadas por Thatcher y Reagan, aplicadas de modo sangriento en Chile y Argentina y finalmente transferidas con el discreto nombre de “neoliberalismo” hasta el corazón mismo de la ya domesticada izquierda española, que actúa en su nombre dejando que la derecha “de siempre” cargue con el sustantivo y el mochuelo.

Podemos imaginar muy claramente lo que sucedió en el mundo emocional, y consecuentemente estético, de un Javier Egea “desnudo en público y sangrando” mientras inicia su particular “Paseo de los tristes” —así se llama, y con su nombre titula su posterior libro, la avenida que conduce al cementerio de Granada— mientras un núcleo selecto de sus compañeros de viaje se pliega a los nuevos catecismos que celebran con sus mantras rituales en la bodeguilla de La Moncloa, siempre con la tricolor, eso sí, ciñendo su cintura, políticamente correctos. Él ya había aprendido de Lacan que “El inconsciente está estructurado como un lenguaje”, al crear la lógica del significante en aplicación de las teorías saussurianas, donde el Yo se constituye en un reconocimiento en torno a la imagen del Otro o en su imagen en el espejo. En el seno de esa lógica va a construir su poética desde entonces, pues no hay ideal más adecuado para su reciente libertad ideológico-estética adquirida en la práctica del dolor que ya se condensa en una soledad cada vez más patética, que termina de incubarse en una estancia —mítica en su biografía— en la Isleta del Moro del Parque Natural de Cabo de Gata, donde en absoluto aislamiento escribirá Troppo mare, un piélago en que se agarra a los pecios de la contradicción fundamental entre el Yo privado y el Otro colectivo, entre temporales y olas que rompen aisladamente.

Es este un libro en que la lógica existencial de la ideología rebalsada en los trasfondos de Gramsci, Pavese y Pasolini —a quienes todos han leído con pasión—, hubiese debido retener al grupo original en la fidelidad a sus principios fundacionales. Solamente Egea persiste, ya definitivamente aislado. El poeta acrecienta su soledad de poema en poema al negar el realismo “figurativo”, que ya roza a menudo el casticismo ramplón. Sigue desnudo, sangrando. Aunque no amanezca. El poeta no puede ser sino en estado de rebeldía. A pesar de las circunstancias y la destructiva desolación que presidirá inmediatamente Paseo de los tristes (1981), el libro alcanza el premio Juan Ramón Jiménez con jurados de honestidad probada como Aurora de Albornoz, José Hierro y Félix Grande. Desgraciadamente, en un momento en que la carcoma de la derrota ha horadado ya el organismo mental y físico del poeta en el que

Una extraña madeja de tumbos y deseo
te va poniendo en pie cada mañana


Y ya todo es oscuro, irracional, raro. Raro de luna, de hermosísimo título. En una entrevista periodística reconoce que el paisaje de ese libro es ya inconsciente, porque a él le “gusta aprehender la poesía de la propia poesía”, lo cual le hubiera aproximado en otras circunstancias a otros grupos coetáneos con los que también me podría haber identificado yo mismo, aunque parcialmente como poeta, si hubiese decidido pertenecer alguna vez a alguna “tropilla”. Este es pues el momento “donde comienza el poeta”, y si aceptamos totalmente la conseja valentina, donde el grupo estalla para Egea en mil pedazos, donde su voz es cada vez más propia —una clara “conducta impropia”—, irracional, donde retumba en cañonazos a cada tiempo más certeros, sonoros y significativos. Comprometidos pero dolorosos, donde sabe que

Todo estaba perdido
A la sombra del árbol perdido

Con la niebla a tus órdenes
príncipe de la noche
llegaste generoso de negras flores


No te vayas ahora que asedia el frío

En el árbol del bosque
En el árbol vacío
En el árbol del bosque vacío.


Ya es un “practicante de la muerte diaria”, como confiesa en 1994 a otro periodista. Practicante de una muerte que se podría alcanzar tanto en un descampado como en aquel desolado y misterioso “2º B” que aparece ya citado por doquier. Ya se está marchando. El poeta ya se va de este mundo por las cañerías del 2º B: “No No era este el lugar”. Sólo escribirá un cuadernillo más, Sonetos del diente de oro publicado con carácter póstumo en 2006, que se origina en una lectura peculiar de Las mil y una noches, y contiene algún poema de extraordinaria perfección tradicionalista donde su Sheherezade, cuando al fin todos se fueron (…), lleva colgada entre los pechos la brillante pieza áurea donde se reflejan (…) Encima de la mesa/ los restos de una timba de siglos invernales, de noches sin piedad. Cierre. Ya sólo escribirá dos sonetos —magníficos—, más: (…) De pronto, en los espejos,/ ve resbalar un cuerpo desnudo, ve pasar/ una huellas mojadas… (…). Separación empedocliana antes de dejar el último rastro en la ceniza del cráter de su cráneo, entre amor y odio, eros y tánatos, crimen e inocencia que han presidido su corta, intensa atormentada vida. “Sólo un gesto. No volveré a escribir”, como anotó su admirado Pavese antes de zanjar la propia soledad de modo definitivo. Ninguno de los dos poetas superó la cuarta década de su vida.

Tiempo vital dedicado por tanto, como apunta M. R. cerrando su lúcido prólogo, “a buscar un imposible, la poesía materialista, algo que sólo existe en el terreno de la teoría, consiguiendo sin embargo una poesía de la compleja condición humana, poesía crítica en su sentido más profundo”, como vivida de continuo al borde de la sima. Como primer responsable de la publicación de la obra completa de Egea, como director de la colección de poesía de Bartleby Editores, afirma por último que “con este trabajo no he pretendido sino llevarlo a su lugar, situar su lírica en el campo de la poesía”, pues no debió transitar por las décadas de los ochenta y los noventa en una marginalidad extraña, ya que se trata de “un poeta mayor” del que hasta ahora solamente contaba el lector para acercarse al conjunto de su obra con la Antología Contra la soledad”, publicada en 2003. Con las obras completas que ahora salen a las librerías, queda cumplido pues un acto de justicia con alguien que fue “un poeta desadjetivado e imprescindible, un poeta a secas”. Un rebelde. Un abstracto.

Tras esta escueta y exacta definición quedaría una pregunta por responder al filo de estas páginas, de estos recuerdos, de la polémica que reproducimos en los enlaces que figuran en otro lugar (7), además de la brevísima Antología de siete poemas, uno por cada uno de sus libros, que aparece como colofón y guía. La pregunta es muy simple: ¿Por qué?, ¿Por qué el auto de fe del silencio, el equivalente de la hoguera medieval practicado por quienes eran sus cofrades y amigos? Una respuesta coherente, aparte de las opiniones que expuse en los primeros párrafos de este artículo, yo no soy capaz de hallarla. Sólo sé por experiencia propia que el ejercicio de prepotencia y acoso en grupo, suele ser un síntoma de la mediocridad de quienes lo ejecutan. También sé que la mayoría de poetas escribimos por la inmensa felicidad que proporciona captar la música secreta que da un sentido universal a las palabras vulgares que sirven para cooperar todos a diario unos con otros. Ser leído es pues muy importante para un poeta, porque el hecho de escribir sólo tiene sentido en el hecho de comunicar esa emoción ya desentrañada y escrita, hasta otra mente que pueda latir al mismo ritmo, o parecido, que la propia.

Quiero, para terminar, ofrecer en homenaje personal a este compañero, hasta hoy desconocido para mí —ausente tantos años de España y sus meandros, pozas culturales—, los últimos versos de mi poema “Pie de luz en la ceniza” del libro Instrucciones para amanecer (8), que termina reproduciendo tres versos de Hölderlin dedicados a la muerte de Empédocles y representan bien los sentimientos que me ha producido la lectura de su poesía. Ignoro si Egea conocía y amaba a aquél poeta que antes de caer en la locura creyó que el hombre sólo habita poéticamente la tierra —pero en libertad, sin límite alguno—, aunque estoy convencido de que si se hubiese dado la ocasión, hubiésemos celebrado los tres juntos estos siete versos con un buen vaso de vino,

También mi huella
queda al borde de este cráter: El mundo medirá
en su cálido recinto
el sentido deicida de mi herencia:


¡Sed hospitalarios y piadosos,
pues sólo cuando aman son buenos los mortales!
¡Arrojemos después la pluma debajo de la mesa!


MIGUEL VEYRAT


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