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Poemas a la muerte, de Emily Dickinson 13/04/2010Publicado en Revista Culturamas



Emily Dickinson nació 1830 en una pequeña población, Nueva Inglaterra, Amherst, donde transcurrió su vida de soltera entregada a la lectura y a la creación de una obra poética que no obtuvo lectores. Dos mil poemas, de los que sólo vio siete publicados, y un millar de cartas componen su legado literario. Murió en 1886, a los 56 años, en la misma casa en que nació y que compartía con su hermana, también soltera, en completo anonimato.

La vida en Amherst severa y monótona, sin bailes ni juegos, con sus damas vestidas de negro, era regida por la religión calvinista. La familia de Emily componía toda una institución puritana, el padre, educado en Yale, era un abogado que formó parte del Congreso de Washington; el abuelo, había fundado el College de Amherst guiado por la certeza de que era el medio más idóneo «para precipitar la conversión del mundo entero». Emily estudio en la Academia y posteriormente en el seminario femenino de South Hadley. Alguna vez viajó a Boston y a la sede del Congreso Americano. El resto es el extremado recogimiento con que se cerró al mundo.

Las biografías que incorporan anécdotas sobre sus fracasos sentimentales, tratando con ellas de explicar su férreo aislamiento, se contradicen y al parecer carecen de rigor. Apuntes biográficos como los de Ernestina Champourcín y Ernesto Domenchina, en su edición de 1946, recogen excentricidades de la poeta negándose a recibir visitas salvo que estas admitieran que Emily permaneciera como interlocutora fantasma en una sala oscura, invisible al visitantes; sin embargo, estos relatos parecen ser fruto más de leyenda que de realidad. Hace bien Rubén Martín en no perder el tiempo en su prólogo con estos supuestos.

Cierto es que la poeta se enluta, decidida a vestir de blanco, sin que se pueda afirmar que tal decisión partió del dolor que le supuso el traslado a California del pastor presbiteriano del que estaba platónicamente enamorada. Fuera por lo que fuera, no debió, en todo caso, resultarle muy difícil habitar la ausencia, ella ya había asumido algunos de los principios de la poética de Emerson, («las palabras son acciones también, y éstas son una especie de palabras») al que leyó guiada por Benjamín Kranklin, uno de los amigos de su padre. Vivir por y para la poesía es lo que ella decidió. Sus poemas son tan luminosos que nos permiten suponer esa apuesta por la libertad de pensamiento:
En el nº 486 explica:

«Allí podía coger la Hierbabuena
que no cesaba nunca de caer-
con sólo mi Canasta-
Dejad que piense- Sí, estoy segura-
De que eso era todo-

Nunca hablé -de no ser preguntada-
y respondía breve y levemente-
No soportaba vivir –vivir en voz alta-
me avergonzaba tanto el Alboroto-»

La soledad de su existencia fue pareja a la de su obra que no se editó íntegra hasta 1955. Ambas son extraordinarias. Cuando, en 1862, Thomas Higginson, el crítico literario de un periódico local recibió una carta y cuatro poemas de Emily Dickinson tuvo la impresión de estar ante un genio poético tremendamente original, imposible de clasificar. A tal extrañeza contribuiría la constante presencia de guiones, comillas o el uso caprichoso de las mayúsculas. Características tipográficas que vemos eliminadas en algunas ediciones y que respeta esta edición. Algo que no veríamos normalizado hasta bien entrado el siglo XX. Emily Dickinson era demasiado rara y tuvo que esperar a que la rareza se considerara un valor conjugable con lo sublime. En una de esas cartas al mismo crítico puede leerse: «Ellos (mi familia) son religiosos –excepto yo- y se dirigen a un eclipse, todas las mañanas, al que llaman Padre». Su poesía era extraña y hoy siguen sorprendiéndonos el laconismo de sus imágenes como relámpagos contundentes.

En su copiosa obra está presente el amor, la religión, la naturaleza y sus procesos, el pasmo ante la finitud de la vida o ante el más allá. Al ser recopilada se tituló Poemas y estos también carecieron de título. Las cifras que les identifican se ajustan a una mera ordenación cronológica. La reciente edición que ofrece Bartleby recoge 155 poemas de uno de los temas más tratados por ella: la muerte. Rubén Martín, en el prólogo, haciéndose eco de las palabras de Harold Bloom («exceptuando a Shakespeare, Dickinson demuestra más originalidad cognitiva que ningún otro poeta occidental desde Dante») precisa en qué radica el mérito y la originalidad de esta obra: una poesía de pensamiento que sin embargo indaga en lo que no puede ser pensado: la muerte, algo que jamás podremos conocer, salvo en sus alrededores, en las agonías como preliminares anunciadoras. Dickinson no desprecia nada para esta indagación condenada al fracaso: Observa el hecho en su materialidad, en su proceso biológico; prueba otros puntos de vista: Una foto religiosa, con fe en la inmortalidad incluida; otra sentimental, desesperada, examinando el abandono y el suicidio; otra con cierto distanciamiento irónico y humorístico… En todos los casos nos sacude llevándonos por los pasadizos del cerebro, más aterradores que cualquier mansión encantada, según dice ella en un poema. En su esforzada apuesta por el conocer nos lleva de la mano entregándonos constantemente una obsesión: caer, morir también lleva su tiempo, como advierte en el poema nº 997:

«El desmoronamiento no es Acto de un instante
Una pausa esencial
El deterioro y sus procesos
Son como organizadas Decadencias.

Primero Telarañas en el Alma
Una Película de Polvo
Agujero en el Eje
o Elementales Óxidos-

La Ruina es ordenada –un trabajo diabólico,
consecutivo, lento-
Ningún hombre cayó en un solo instante
Deslizarse –es la ley que rige el Choque.»

El genio americano de esos días era Walth Whitmann. Su poesía dialéctica entre el ser consigo mismo y con el mundo obtuvo receptores con sed de optimismo. Pero los poemas de la Dickinson no presentan puente alguno que nos devuelva al exterior. No sirven para la épica. La Dickinson ha visto con estremecedora claridad que «nos enterramos a nosotros mismos con un dulce desdén». Esta antología bilingüe es un buen modo de comprobarlo.

MARÍA ÁNGELES MAESO

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