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El viaje de vuelta 02/02/2010Publicado en Poesía Digital



Los datos biográficos de Xoán Abeleira son reveladores en sí mismos. Nacido en Venezuela en 1965, hijo de emigrantes gallegos, con diez años se traslada con su familia a vivir a Madrid. A finales de los noventa se instala en Galicia, se enamora de Olga Novo, y adopta el gallego como lengua. Antes de este libro publicó otros dos en castellano y sobre todo, tradujo a muchos poetas: Ted Hughes, Rimbaud, John Berger, Artaud, Rene Char, Sylvia Plath, Bonnefoy, Michaux, Breton, es decir, a los mejores.

Ese gesto de volver a la tierra para vivir y contar el amor es importante. El amor lo cambió todo: otra lengua, otro paisaje, una unión libre, una forma de ser libre en las palabras. El amor trae animales distintos, extraños, pone a las bestias a hablar. Trae el desgarro y la euforia. Esto es lo que se plantea: ser animales para no perder la ética, para comprender las reglas de la naturaleza, perder la consciencia ante el cuerpo del otro como única vía para recuperarla. Abeleira, igual que Hughes o Char, ha intentado escuchar el fondo de la cueva, ha intentado llegar al fondo de la habitación, allí donde la historia falla, donde se descubren sus fracturas.

Animales animales se publicó en 2002 en gallego, en la Editorial Espiral Maior. Este amor puesto en palabras sirve para rehacer la identidad de los amantes. Esa identidad se va reparando a través de esa voz que aparece nueva, de ese idioma que se aprende al mismo tiempo que se aprende a amar. Se recompone y reaparece por tanto un hombre bajo la influencia del amor, de la historia, y bajo la influencia de una mujer, de una fuerza, de un ser que está, a su vez, en manos de la naturaleza. En esta poesía vemos la verdad de las relaciones, vemos al hombre en los demás. Y al mismo tiempo vemos una poética del trance, de ese estado alterado al que quizá todos podríamos acceder. Abeleira señala cuáles son para él las cosas importantes, y dónde encuentra la salvación. Es valiente y claro en su forma de vida y de escritura. Porque ¿no tiene un hombre derecho a creérselo todo de repente, a sentir su pueblo, su voz, su lengua, su grito, su amor, su historia, su memoria? ¿No tiene derecho un hombre a ser iluminado? ¿Acaso tendría que justificarse por ello, por creer, por sentir que pertenece a algo o a alguien?

Abeleira ha emprendido un viaje a los orígenes, a las primeras manifestaciones, a la caverna, a lo húmedo, a los olores, los sabores y los sonidos, a la madre. Y también al sexo, a las formas de tocarnos, de mirarnos, de seducirnos. Los animales de los que habla Abeleira son animales privados, interiores, un animal que cargamos sobre la espalda, que nos pesa pero que nos hace libres. Pienso en cazadores, en emigrantes, en marineros, en la historia de los hombres de un pueblo, en una conciencia colectiva, que es concreta y es universal. La historia de esos hombres marcada en unos cuerpos. Abeleira ama así porque ha vuelto a casa, porque ha encontrado intacto su lugar, su memoria. Y esa mujer ama así porque tiene la fuerza de sus antepasados labrando los campos, y toda esa historia ha ido a parar a ese amor, a este libro. Entre esos animales los amantes encajan, han encontrado su lugar, han encontrado dónde mirarse. Los animales aparecen en el amor. Revientan nuestra piel, nos obligan a adaptarnos, a mudar, a sumergirnos. A ser serpiente y pájaro y pez. A respirar bajo las aguas.

Abeleira quizá suscribiría la afirmación de Valente, "La poesía es, antes que nada o mucho antes de que pueda ser comunicada, incomunicación, cosa para andar en lo oculto". Estos poemas hablan del cuerpo de los hombres, y revelan una extraña fragilidad cargada de potencia, de posibilidad, de exceso. Este libro es también la crónica de un exceso, de ese amor que no se esperaba vivir y que sin embargo ha llegado. A través de la palabra se toma conciencia de la magnitud de ese amor: en ese pueblo se une una historia, se cierra la herida de una comunidad, de una historia colectiva. No es la voz lo que quiere prestar a los otros sino el grito, el desgarro. Esa palabra nos es ofrecida para que la toquemos, ese amor es del pueblo, por fin es acogido, recogido, entre todos, ese amor es devuelto y correspondido.

Leyendo estos poemas pienso en qué consiste ser hoy un hombre, qué amor puede dar un hombre, cómo se dice ese amor, cómo se puede hablar de él. Es un amor innombrable, un amor de gestos primarios. Pienso en las performances de Bruce Nauman o Jackson Pollock, actos que buscaban orientar al hombre, actos en los que los hombres volvían a tener la presunción de inocencia. En esa forma de tocar los cuerpos, de describirse, de decirse, el discurso de poder se va transformando hasta convertir a ese hombre en el ser más frágil, en el animal más pequeño. Ese gesto de nombrar los animales, de acompañarlos, no es gesto de poder sino gesto cómplice que nos dice en secreto "soy un animal, pero puedo ser lo que tú quieras".

Amantes animales. Amantes del norte. Amantes encerrados. Ellos son los primeros hombres sobre la tierra. Y al mismo tiempo que ese hombre se piensa a sí mismo, la mujer vuelve a pensarse a su lado. Cuando el amor ocurre así y se ama como una bestia está bien decirlo, es necesario decirlo con claridad. Porque el amor en poesía no ocurre tanto. La vida casi nunca atraviesa los poemas de verdad. Casi nunca el poeta encuentra un lugar de verdad. Aquí el poeta ha dejado de experimentar para convertirse en un hombre y ofrecer su vida y su amor al mundo. El sexo aquí convoca a los que se fueron, a los vivos y a los muertos, es un acto total. De algún modo cada poeta elige cuál es el acto poético, y aquí el acto es tocarse, tocarse oscuramente con el mismo desgarro contenido que en los poemas de Valente o Gamoneda.

Parece una historia perfecta, salvaje, definitiva. Quizá lo sea, quizá no. Qué importa. El deseo no muere al final del libro, estos amantes se han vuelto inagotables, permanentemente atados, unidos, están dispuestos a mantener esa postura hasta el final.
Me importan los poetas que ofrecen vidas posibles, que se esfuerzan por descubrir otro idioma, otro paisaje, otra intimidad. Que profundizan en la diferencia. Abeleira está poniendo otra vez nombres al mundo, y ésta es una actividad sagrada para el que escribe. La historia del otro, la historia de todo un pueblo, sólo puede asumirse con rabia, con entusiasmo, con humildad, con agradecimiento.

Ojalá podamos leer pronto en castellano la poesía de Olga Novo, para que el deseo continúe, para que la historia se complete, y todo sea transformado por dentro del amor, como quería Herberto Helder.

PABLO FIDALGO LAREO

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