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Como en un espejo roto: Dentro de Óscar Curieses 02/08/2010Publicado en Revista Koult



El título de este nuevo poemario de Óscar Curieses resulta casi provocador en una postmodernidad en la que todo se vuelve superficie, pantalla plana donde se proyectan imágenes cambiantes, y donde toda apelación a la interioridad tiene algo de sospechoso.

Sin embargo, quien busque en este libro un retorno al intimismo, a los plácidos paisajes de la intimidad teñidos de melancolía, tan frecuentes en la poesía española del pasado siglo, va a sentirse decepcionado o tal vez sólo sorprendido: el dentro al que alude Curieses nos convoca a un descenso ad inferos, a una catábasis que nos sitúa ante una región oscura, llena de violentas transformaciones y contrastes, alejada de cualquier plácida recreación, melancólica o gozosa, en los propios recuerdos. El poeta debe más a las incursiones en el inconsciente del psicoanálisis o de los herederos del surrealismo que a las galerías del alma machadianas, entre otras cosas porque aquí no hay alma, sino un movimiento, a menudo caótico, un bullir de rostros y de imágenes que hacen trizas la ficción de un yo unitario. Mirar dentro no es contemplar la clara superficie de un espejo sino intuir el fondo oscuro del cauce, los limos de la memoria. Por si esto no fuera suficiente, el poeta nos enfrenta a una última vuelta de tuerca, que revela en la nota final (y que tal vez hago mal en revelar en esta reseña): los poemas de Dentro han surgido en diálogo constante con las películas de Ingmar Bergman. Por tanto, la interioridad que nos ofrece el poeta no es la suya propia, o sí lo es, pero fundida con la de criaturas de ficción, con los fantasmas del gran cineasta sueco, tal vez porque, como nos dice en un poema, no hay distinción entre lo real y lo ficcional: “Todo es teatro: el dentro-el fuera“.

La consideración de la realidad y la ficción como vasos comunicantes y no como ámbitos antagónicos no es ajena tampoco a las referencias psicoanáliticas que alimentan, como un cauce más, sin ahogarlo, el poemario (referencias que, por cierto, no son ajenas a Bergman, como vemos, por ejemplo, en Persona, una película que, si no me he equivoco, ha dejado una huella importante en este libro). Lo Real es, para Lacan, lo inaccesible, aquello que escapa a seres como nosotros inmersos en la dialéctica constante entre lo Imaginario y lo Simbólico. Pero no hace falta centrarse en el particular enfoque lacaniano: la tradición psicoanalítica, continuadora en esto de la revolución romántica y de los simulacros nietzscheanos, nos ha enseñado a no ver como realidades dicotómicas el dentro y el fuera, la experiencia real y la vivencia psíquica. Para el inconsciente no hay diferencia entre lo realmente acaecido y lo imaginado, entre la vivencia y la huella psíquica de la vivencia, por más que Freud, heredero en esto del positivismo decimonónico, retrocediera en ocasiones ante ese abismo y buscara restablecer oposiciones dicotómicas como las que enfrentan principio de deseo y principio de realidad.

Volviendo al poemario de Curieses, percibimos en estos textos alucinados la constatación de que la realidad y el deseo no se oponen cernudianamente, sino que se imbrican en un paisaje que es al mismo tiempo ensoñación y pesadilla, y donde el deseo puede ser también una forma de terror.
El poeta ha tenido el acierto de no vincular cada texto a una película concreta, de borrar o confundir las referencias más o menos explícitas a pasajes determinados de la filmografía bergmaniana. Si Curieses se hubiese limitado a una simple exposición de la obra cinematográfica (lo que la tradición literaria ha sancionado con el nombre de écfrasis), la propuesta no hubiese dejado de tener su interés (tenemos pocos ejemplos en la poesía española en los que el cine sea la principal fuente de inspiración de un libro, como el caso de Cirlot en Bronwyn o en los poemas dedicados a Susan Lenox, o el de Alberti con sus homenajes al cine mudo en Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos). Sin embargo, sería entonces casi inevitable el riesgo de leer los poemas como una especie de juego adivinatorio. La propuesta de Óscar Curieses, al evitar tanto la poesía confesional como el culturalismo, no congela las imágenes, sino que las deja desplegarse según su movimiento propio. Cada poema muestra así su autonomía: no es ilustrativo de una vivencia o de una referencia cultural, sino vivencia él mismo, experiencia viva de los símbolos que prosiguen su itinerario en la conciencia lectora.

El libro supone así una continuidad y un enriquecimiento de la apuesta de su primer libro publicado, Sonetos del útero: así volvemos a asistir en este poemario al juego constante de las metamorfosis, a la sexualidad como encrucijada enigmática en el que el cuerpo se hace símbolo y el símbolo, realidad corpórea, a la ruptura del ritmo tradicional y a las fronteras demasiado rígidas entre verso y prosa. Ambos títulos parecen responderse el uno al otro, ya que las palabras útero y dentro evocan una misma interioridad y, sin embargo, en este segundo poemario, se hace aún más evidente lo que ese interior tiene de plegamiento, de constante movimiento entre el dentro y el afuera. El dentro no se nos muestra como la fortaleza que asegura la pureza del sujeto, su identidad firme, sino como el campo de batalla y el frágil armisticio que firman las fuerzas en pugna que son tanto interiores como exteriores. Fuerzas que nos hablan de la enigmática realidad de un lenguaje de tendencias esquizoides, que se multiplica en un sinfín de voces. Entre esas voces ya no cabe distinguir machadianamente las voces y los ecos, porque toda voz es eco, porque no se trata tanto de encontrar la voz verdadera, sino de buscar precarios puntos de equilibrio entre hablar y dejarse hablar por el lenguaje.

Desde esa conciencia proteica del verbo, no es de extrañar que Curieses en Libro de las prisiones, una de las secciones del libro, eche mano del juego de las permutaciones, probablemente heredado de Cirlot. Lo que en un principio puede parecer un puro juego, resulta ser una manera de abandonarse a las potencialidades de la palabra, forzando al límite la intencionalidad que casi inevitablemente acompaña al acto de la escritura. Sin llegar a ser escritura automática, algunos de los pasajes del libro se empeñan en mostrarnos la necesidad de romper la univocidad entre significante y el significado o, para decirlo con Lacan, la prioridad de un significante que, como un iman, atrae hacia sí significados muy distintos, incluso opuestos, desvelando lo enigmático de la realidad y del sujeto.

El yo, como en Bergman, como en Freud o en Jung, como en el surrealismo, se dice siempre en plural. De ahí que la identidad sea siempre una conjunción de vectores y no una roca firme, de ahí que sea posible cambiar de sexo, de nombre, de origen, en el juego cambiante del deseo: “Vino la madre y se llevó por siempre a sus dos hijas: la que quiso ser madre siendo niña y la que quiso ser niña siendo madre“. No sorprende que la infancia sea uno de los núcleos simbólicos del poemario porque la niñez es la edad de lo posible, del deseo arrojado en múltiples direcciones en medio de un mundo aún inexplorado. Y sin embargo, no hay aquí asomo alguno de una visión idealizada de la niñez. El niño no evoca el mito de una edad de oro, sino de un origen en el que se mezclan el terror y el asombro: “Me desnuda la infancia y la agasajo con memoria sangre estiércol“.

Como en Fanny y Alexander, o en Gritos y susurros o en El rostro, estos poemas nos demuestran que no hace falta creer en ningún más allá para creer en fantasmas. Nuestra realidad es más fantasmática cuanto más corporal, y viceversa, porque somos un cuerpo que habla, porque el deseo nos incita a una constante separación de nosotros mismos, incluso para arribar a aquello que tememos: “pues amamos la mar nuestra hasta el naufragio“.

JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

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