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Un hermosísimo libro titulado "De una edad tal vez nunca vivida" que es a la vez testimonio autobiográfico y testimonio lírico 27/06/2010Publicado en XL Semanal, ABC



Tuve la suerte de tratar en vida al gran poeta Leopoldo de Luis, uno de los hombres más profundamente morales que jamás haya conocido. Leopoldo de Luis había combatido en el bando republicano, siendo todavía un muchacho, y escrito poemas que, a la conclusión de la Guerra Civil, le costaron una condena en un campo de trabajo en Jimena de la Frontera, provincia de Cádiz, donde conocería a la que luego sería su mujer. Alguna vez le pregunté por aquellos años aciagos; y Leopoldo de Luis, que estaba incapacitado para el rencor, siempre se refería a ellos con un delicadísimo y elusivo pudor, para terminar siempre hablándome de su mujer, María Gómez, a la que había amado con un amor acendrado e insomne hasta su fallecimiento, y a la que siguió amando en la viudez, deseoso de reunirse con ella. Nunca olvidaré uno de mis encuentros últimos con el poeta, en la casa abarrotada de libros que se le había quedado grande: Leopoldo tenía la voz –aquella cálida voz viril- oxidada por un cansancio fúnebre, y sostenía desmayadamente entre las manos un volumen de las poesías completas de Machado; cerró de repente los ojos, para esconder la inminencia de las lágrimas, y recitó en un susurro aquel poema de Machado que empieza así: «La casa tan querida / donde habitaba ella…». Su voz se fue adelgazando hasta hacerse inaudible, traspasada de un dolor del tamaño del universo; y concluyó el recitado («Mal vestido y triste / voy caminando por la calle vieja») con un sollozo estrangulado que era casi una súplica. Recuerdo que entonces le dije que al final de esa calle vieja habría una plazuela llena de luz donde María lo estaba aguardando; y Leopoldo me lo agradeció sin palabras, asintiendo lentamente, y me tomó la mano entre las suyas, temblorosas y estragadas por la edad, pero todavía ardientes de poesía.

Leopoldo de Luis moriría algunos meses más tarde, reuniéndose al fin con María. Ahora su hijo, Jorge Urrutia, acaba de publicar un hermosísimo libro titulado De una edad tal vez nunca vivida (Bartleby Editores), que es a la vez testimonio autobiográfico y testimonio lírico; uno de esos libros fronterizos que no se resignan al encasillamiento de los géneros, en los que la fabulación novelesca se funde con el submarinismo de la memoria, hasta cuajar en un tono elegíaco que evita las efusiones superfluas. En De una edad tal vez nunca vivida, Jorge Urrutia rinde homenaje a su padre difunto como sólo se puede hacer desde la mismidad de la sangre; pero lo hace sin incurrir en el panegírico arrebatado o en la tentación hagiográfica, con ese delicadísimo y elusivo pudor que fue cortesía del padre y que en la obra del hijo se encarna con una naturalidad y un ascetismo que asombra y conmueve a partes iguales. Jorge Urrutia rememora al Leopoldo de Luis de las postrimerías, empeñado obsesivamente en ahorrar molestias a quienes más lo amaban; rememora al Leopoldo de Luis de la madurez, templado en la fragua de los espíritus más nobles; rememora al Leopoldo de Luis con la juventud rota, en aquellos años en que la sombra de Caín vagaba errante por la tierra. Y se detiene en un episodio de una belleza sobrecogedora que basta para explicar una vida entera; y la sustancia indestructible que la sostuvo.

Leopoldo de Luis acaba de descender del tren que lo ha conducido hasta Jimena de la Frontera, junto a otros condenados; los guardias civiles que los custodian los disponen en reata sobre el andén de la estación, mientras organizan su traslado al campo de trabajo. Leopoldo está abrasado por la sed; y una muchacha del pueblo que ha ido a recoger agua de una fuente próxima se acerca a él, movida por la piedad, y le da de beber. Esa muchacha es María Gómez; y la piedad no tarda en convertirse en amor, un amor que vence los obstáculos más insalvables, que se rebela contra las convenciones establecidas y que crece, rumoroso y fuerte, a lo largo de sesenta años, convertido en agua siempre renovada, capaz de apaciguar la sed más tozuda. Mientras leía este paisaje de belleza sobrecogedora volví a recordar a Leopoldo de Luis en su viudez inconsolable, recitando con voz fúnebre aquel poema de Antonio Machado; y volví a recordar el tacto ardiente de sus manos, cuando auguré que pronto se reuniría con María en una plazuela llena de luz. En aquellas manos ardientes palpitaba el rescoldo de un amor abrasado por la sed, deseoso de refrescarse en la compañía de la mujer amada. Esa misma palpitación ardiente ha inundado mi ánimo mientras leía De una edad tal vez nunca vivida; y sólo me resta recomendar a mis lectores que prueben a vivir lo mismo, asomándose a las páginas de este hermosísimo libro.

JUAN MANUEL DE PRADA


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